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jueves, 14 de agosto de 2014

Capítulo VI: Zere (II)


Aún era temprano para estar en la calle, más aún un día sin entrenamiento. Las calles estrechas estaban a oscuras, prácticamente todo el puerto lo estaba; tan solo la avenida principal, que conectaba el edificio de la tercera guardia y el campo de entrenamiento con la catarata al oeste y el edificio principal de la Guardia al este, y algunas calles colindantes algo más anchas disfrutaban ya de la luz del sol.

Éleon y Zere caminaban por la avenida después de haber dejado atrás la calle a la derecha de la Guardia con el sol de frente y la catarata a la espalda.
—Deberíamos dar un rodeo. —Éleon miró a un callejón oscuro a su izquierda.
Zere le dirigió también una mirada y luego la volvió hacia el ajetreado mercado a varios metros frente a ellos.
—¡Qué dices! Si es todo recto.
Zere no espero una respuesta y prosiguió su camino a paso ligero. Éleon lo vio alejarse unos segundos y le siguió sin mucha prisa. A los pocos minutos se encontró envuelto entre diversos aromas, gritos ininteligibles y empujones. Continuó caminando a duras penas, intentando, sin éxito, esquivar codos, hombros y bolsas a reventar. A medio camino ya se encontraba casi más dolorido que en una batalla nocturna. Pasó una eternidad hasta que consiguió salir del bullicio y llegar a una zona que ya pertenecía a las zonas residenciales. Atrás quedó el puerto y los puestos de ropa, comida y diferentes elaboraciones artesanales de poca calidad dieron paso a puestos de libros, pinturas y demás obras de arte que no llamaban mucho la atención.
Los pies de Éleon se movían casi mecanizados mientras su cabeza giraba de un lado a otro buscando al enano que le había metido en ese lío. Los edificios que cercaban la avenida parecían mucho más cuidados que los del puerto y, a lo lejos, ya se podían ver edificios bastante altos. Las calles que convergían en la avenida eran más amplias e incluso se podían ver parques y jardines entre los edificios. Pero Éleon buscaba a un chico; miraba entre las pocas personas curiosas y los pobres artistas que trataban de encasquetar sus trabajos a algún ingenuo. A su derecha vio fugazmente a una persona cubierta de pies a cabeza con un manto negro; de las sombras de la capucha sobresalía un mechón del color del cielo. A su izquierda, un pintor disfrazado de suciedad le miraba atentamente, pero su mente seguía viendo ese mechón de pelo. Volvió la mirada hasta la esquina del edificio donde ya no estaba aquella persona.
Siguió mirando un rato, con el color del cielo aún en la mente, y cayó al suelo al tropezarse con algo.
—¡Ay! ¡Mira por dónde vas!
Zere, cómo no.
Éleon se levantó en seguida tratando de restar ridiculez a la situación.
—¿Y tú que hacías ahí en medio?
El chico comenzó a reírse sentado en el suelo.
—Me quedé embobado intentando averiguar a qué mirabas —explicó acariciándose la nuca.
Zere le extendió la mano como petición de ayuda y Éleon se la negó, reanudando sus pasos.
—No hemos tardado tanto, ¿eh? —El chico no tardó mucho en darle alcance—. ¿Por qué tenías tanto miedo?
Éleon lo miró de soslayo.
—Tengo una idea, ¿por qué no jugamos a un juego? El que esté más tiempo callado gana.
—Ya lo pillo. —El chico trató de imitar su mirada, entrecerrando los ojos y apretando los labios.
Durante unas horas, Éleon pudo disfrutar del silencio que brindaban las calles residenciales, hasta llegar donde las viviendas volvían a ser bajas, aunque mucho más lujosas.
La cima. Plagada de gente, aunque mucho más silenciosa que el mercado del puerto. Pasaron docenas de tiendas de ropas y bares, varios restaurantes y alguna que otra sastrería y carpintería.
El centro de la cima podía verse a decenas de metros; el edificio principal de la Guardia se alzaba con dos enormes torres y un reloj que marcaba las doce y siete sobre el portón de madera gris azulado. Una calle amplia lo rodeaba y de ella partían ocho grandes avenidas, que llevaban hacia ocho edificios de la Guardia y acababan en una catarata de luz azul que descendían hasta el mundo mortal.
Zere contemplaba boquiabierto el gigantesco edificio de rocas albinas e impolutas. Incluso Éleon se impresionaba al verlo, aun habiéndolo visitado cada día durante muchos años (muchos menos de los que hubiera deseado).
—Es increíble… —susurró Zere inconscientemente— ¡Cachis! He perdido.
Éleon no pudo evitar que se le escapara una sonrisa.
—Yo tengo que ir allí. —El chico indicó con el dedo índice de la mano derecha la avenida del suroeste. Luego miró a una calle más estrecha hacia el Norte—. ¿Y tú?
—Tengo un amigo en la Guardia.
—¡Uf! Menos mal, siempre me han dado miedo los alquimistas. —No podía apartar la mirada de la calle de luces moradas y blancas, que indicaban la localización de alquimistas y sanadores.
—¿Quién ha dicho que vayas a acompañarme?
Zere le dedicó otra mala imitación de su mirada.
Se dirigieron en primer lugar a la calle que el cocinero de la tercera Guardia le había especificado a Zere. Allí se podía disfrutar de los deliciosos aromas que las frutas, verduras y especias ofrecían como carta de presentación. Compraron todo lo que indicaba un pequeño papel arrugado decorado con una caligrafía infantil y muy pequeña. No era gran cosa, pero el hecho de que el chico aburriera a cada dependiente con su parlamento, les retrasó un poco. Minutos antes de la una se encontraron subiendo los escalones que conducían al portón de la Gran Guardia. Recorrieron un pasillo al fondo a la izquierda del gran salón, donde se celebraban los acontecimientos más importantes con abundante comida y algún que otro espectáculo; bajaron unas escaleras; y cruzaron una puerta de madera oscura que les situó justo debajo del salón. La sala, que ocuparía algo menos de la mitad de la extensión del edificio, estaba provista de diez camillas inmaculadas a la izquierda y estanterías con libros y alacenas con pociones e ingredientes para estas a la derecha. Sentado frente a un escritorio provisto de artilugios que ninguno de los dos visitantes sabría nombrar, estaba Yielen.
—¡Hola, Éleon! —saludó efusivamente— ¿Qué me traes hoy?
—Nada grave —respondió Éleon. Yielen se le acercó para darle un breve abrazo—. Ya sabes cómo es Werien.
—También sé cómo eres tú. —Luego se dirigió a Zere—: ¿Y tú que me traes, chavalín?
—Nada. Soy el guardaespaldas de Éleon. Me llamo Zere.
—Zere, ¿eh? Pues si Éleon tiene que venir a mí, no eres muy buen guardaespaldas.
Ambos empezaron a reírse. Éleon carraspeó para llamar la atención del sanador.
—Sí, sí. Túmbate. —Yielen le indicó la camilla más cercana a ellos.
Los tres se acercaron; Éleon se tumbó boca abajo y Yielen y Zere se colocaron a los lados. El sanador le levantó la camiseta blanca hasta los omóplatos, dejando al descubierto varios cortes pequeños en la parte alta de la espalda y dos grandes cicatrices sobre la cintura.
—No es nada. —Yielen colocó las manos estiradas un par de centímetros sobre los cortes—. Estos no te dejarán cicatrices.
Sus manos comenzaron a irradiar una luz blanca sobre la espalda de Éleon. De algunos cortes salieron diminutos trozos de cristal, que se adhirieron a las manos de Yielen como un imán. Poco a poco los cortes se fueron cerrando hasta que solo quedaron unas pequeñas marcas de un color algo más oscuro que su piel.
Listo. —Yielen introdujo los cristales en un bote de y lo agitó, haciendo tintinear los trocitos contra las paredes de vidrio. Luego se los mostró a Éleon, que se había sentado sobre la camilla—. En pocos días se te quitarán las marcas.
Zere no pudo apartar la vista de las cicatrices. Hasta entonces, no se había percatado de otras más pequeñas en sus brazos, que acompañaban a la que le hizo el tigre de la tormenta en el hombro la noche que se conocieron.

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Solo soy una escritora novata pero, como dijo el gran Richard Bach: «un escritor profesional es un amateur que no se rinde», y no pienso rendirme.

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