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viernes, 8 de agosto de 2014

Capítulo IV: Padre e Hijo (II)

Myall sintió cómo, de repente, sus pies se paraban y la garganta se empezaba a comprimir. Estuvo a punto de soltar su espada, pero consiguió aferrarla aun cuando sus pies dejaron de tocar el suelo. Con la otra intentó soltarse de lo que le estuviera presionando la garganta, pero no había nada; tan solo un diabólico niño a unos metros bajo él, disfrutando de la muerte de dos personas que ya murieron una vez.


Myall dirigió un segundo la mirada a Éleon, que se rindió en su empeño por seguir sujetando su pesada espada. Él decidió que no quería acabar allí y, aprovechando la ligereza de su arma, la levantó sobre su hombro y la lanzó, en un último esfuerzo por sobrevivir, haciendo gala de su ya conocida puntería.
La katana fue directa a la nuca del niño, que se regocijaba de la expresión de agonía de Éleon. No tardó mucho en percatarse del movimiento de Myall, pero fue suficiente para que no pudiera parar la espada a tiempo y le atravesara la mano con la que trató de controlar el arma, al igual que había estado haciendo con los dos Centuriones, que habían caído al césped mientras el niño centraba su atención en la sangre que brotaba de su mano entre el frío acero y soltaba agudos gritos de dolor.

Myall se levantó jadeando, sin plantearse recuperar el aliento, agarró el mango de la katana y la empujó con fuerza, atravesándole la cabeza a través del ojo derecho; tiró de ella con la misma fuerza, el ojo se deslizó sobre la hoja hasta caer entre la hierba partido en dos, y, con un veloz movimiento, le rebanó el cuello. La cabeza rodó hasta su pie izquierdo; el único ojo que tenía —ahora con un iris verdoso y una enorme apertura— parecía estar mirándole, parpadeó y se paró, con la mirada aún fija en él; la cuenca vacía derramaba sangre sobre su bota.
El cuerpo inerte permaneció de pie unos segundos expulsando intermitentes chorros de sangre y cayó de rodillas antes de desplomarse por completo; el chorro de sangre intermitente se volvió continuo y más intenso, y en poco tiempo empapó el cabello castaño de la cabeza y las suelas de las botas de Myall.
Con la katana pintada de rojo, iba dejando un rastro de gotas sobre el césped, regado por el rocío, mientras caminaba, con paso firme pese a que aún le costaba respirar, hacia el monstruo que fingía ser padre. Aún se mantenía en pie, pero era incapaz de dar dos pasos seguidos sin bañar el suelo con la sangre que le brotaba del vientre.
A pocos metros de él, el padre levantó el pie con suma dificultad y lo dejó caer unos centímetros más adelante, luego trató de repetir el movimiento con el otro pie y casi pierde el equilibrio. Mientras tanto, Myall seguía acercándose lentamente, meditando sus próximos movimientos. Cada vez se oían más fuertes los resoplidos con los que, en un intento de respirar, el monstruo hacía volar mocos y gotas de sangre que se le acumulaban bajo la nariz respingona.
Volvió a intentar mover el pie retrasado y esta vez consiguió volver a poner los dos en línea. Myall se colocó justo delante de él, a pocos centímetros, con el vientre respirándole en la cara; olía a putrefacción.
El grandullón trató de agarrarlo con sus gruesos brazos, pero solo consiguió que la herida se le abriera de par en par, expulsando más sangre.

Tras un grito de dolor, relajó los brazos, que cayeron como plomo en los costados, pero, antes de que la herida se cerrara más que unos milímetros, Myall agarró las paredes con las manos. Intentó abrirla aún más, acompañando el tremendo esfuerzo con un gruñido que se vio eclipsado por un nuevo rugido, mucho más fuerte, del monstruo, que no era capaz de mover los brazos sin recibir más dolor.
El corazón, negro como el resto de sus órganos y más grande que la cabeza de Myall, le latía con violencia y sonaba como una sinfonía de portazos perfectamente sincronizados. Myall se vio obligado a meter la mitad superior del cuerpo en la abertura para atravesar el corazón con la katana. Al arrancar la espada, el corazón explotó bañando a Myall en sangre.

En seguida cesaron los gritos del monstruo, todo su interior se paralizó; el vientre ya no respiraba. Con un simple empujoncito, Myall lo plantó de espaldas sobre el césped; la casa entera tembló. La barriga escupió el último esputo de sangre.
Éleon aún trataba de recuperar el aliento y ponerse en pie, aunque sus brazos aún no tenían fuerza suficiente para levantar las manos del suelo. Myall se le acercó al oído y le susurró:
—Siempre he sido mejor que tú, estrellita.
Y le pintó la cara de sangre con los dedos mientras se erguía. Y se fue.

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Solo soy una escritora novata pero, como dijo el gran Richard Bach: «un escritor profesional es un amateur que no se rinde», y no pienso rendirme.

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