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jueves, 7 de agosto de 2014

Capítulo III: Padre e Hijo

Un chalé a las afueras de la ciudad, sin otras viviendas cercanas, es decir, donde no había más niños a los que proteger y, por tanto, más Centinelas a los que mandar. Allí habían acabado Éleon y Myall con el objetivo de defender al único niño de la casa de un peligro que desconocían pero que «podría ser más difícil de lo que parece»; era la única información que les había facilitado Werien sobre la amenaza.

De modo que allí se encontraban los dos, de pie en mitad de la habitación del niño; juntos, pero sin dirigirse una palabra, ni siquiera una mirada. Solo compartían un pensamiento: «que se acabe lo antes posible». Pero aún quedaban un par de horas para que el niño, que no tendría más de ocho años y era pequeño para su edad, se quedara profundamente dormido y pudieran ver su mente y conocer al mal que le atormentaba cada noche.
Aún quedaba tiempo para eso y Myall decidió dejarse caer en una silla de escritorio disfrazada de galán y amenizar la espera agitando la pierna con leves, pero incansables pisoteos en el suelo, como gotitas de agua en la frente.
Éleon le pisó el pie inquieto ordenándole con la mirada que cesara. Myall se levantó con un chasquido de desaprobación y se dirigió hacia la puerta que conectaba la habitación del niño con el estrecho pasillo de la casa.
—¿A dónde crees que vas? —Éleon le apoyó la mano en el hombro, interrumpiendo su marcha.
—Me aburro. Solo voy a investigar un poco —Myall se dio la vuelta y continuó caminando hacia atrás mientras hablaba.
—No podemos dejar nuestro puesto.
Myall dio un paso, que fue como un saltito, para traspasar el marco de la puerta.
—Pues quédate tú ahí.
Y así hizo, mientras veía desaparecer a Myall entre la oscuridad. Un breve instante más tarde, optó por seguir sus pasos, que le llevaron hasta el salón, cuya gran ventana iluminaba el desorden que allí se encontraron. Sillas por los suelos, cristales rotos, papeles por todos lados, ropa, y una mujer, de unos cuarenta años, arrodillada junto a una estantería con un denso montón de cristales frente a ella y un trozo de papel en sus mano.
—Myall… —Éleon susurró a su compañero, que se había internado en el salón, como si la mujer pudiera escucharlos.
Myall siguió avanzando hacia ella sin atender a las voces a sus espaldas y Éleon le siguió, tratando esquivar los obstáculos y los cristales del suelo. Otra costumbre que aún no había perdido. Dejó de hacerlo cuando vio las piernas de Myall atravesar una silla con una pata rota y recordó que ya no era un Guardián.
—Mira esto.
Myall había llegado hasta la mujer y se agachó a su lado para observar mejor el papel que la mujer manchaba con sus lágrimas.
Éleon estudió el infantil dibujo incompleto subtitulado «PAPA» y reparó en otra porción de papel que parecía contener la parte superior del dibujo. Éleon lo señaló para que Myall también lo viera. Tenía algunas facciones humanas, como un hombre muy gordo; aunque con colmillos y uñas largas y ojos aterradores.
La mujer se secó las lágrimas —que no tardaron en aparecer de nuevo— y depositó con la mano temblorosa el trozo de papel en una bolsa negra de plástico.

Myall y Éleon la dejaron acabar su tarea y continuaron investigando, esta vez al otro lado del pasillo, desde donde surgían los ronquidos propios de un hombre mayúsculo. La puerta estaba cerrada y el interior totalmente a oscuras, así que volvieron a la habitación, donde reiniciaron la espera.
Unos cuarenta y seis resoplidos de Myall después (según contó Éleon), vieron al niño buscar la sábana al tacto y cubrirse con ella hasta el cuello. Eso solo significaba una cosa:
—La pesadilla… —musitó Éleon, apartando por primera vez la vista del niño para dirigirla a Myall. Luego susurró al oído del niño palabras de consuelo.
Myall, tras oírlo, miró al exterior por una de las rendijas de la persiana, donde había un amplio jardín. Todo estaba tranquilo.
Luego se unió a Éleon, que aguardaba frente a la puerta con la mano izquierda abierta preparado para la batalla.

Tras unos minutos de tensión, se escuchó al fondo del pasillo un bramido que, quizás, pretendiera significar algo. Varios pisotones en el suelo. Silencio. Y una mano enorme, con garras en lugar de uñas, que agarró el marco de la puerta con un golpe tan fuerte que resquebrajó la pared. Tras esa mano apareció la criatura, pues, de ningún modo era humano, del dibujo que habían visto. Otros dos gritos: uno totalmente incomprensible y el segundo casi parecía decir hijo. Tras ellos, el monstruo, que había ignorado por completo a los dos individuos desconocidos, trató de acercarse a la cama, donde el niño había empezado a temblar.
Myall hizo aparecer una de sus katanas y, con un rápido movimiento de pies, se lanzó contra el enemigo, al que no costó gran esfuerzo estamparlo de un manotazo contra la estantería junto a la ventana.
—¡Tenemos que sacarlo de aquí! —gritó Éleon tras interponerse entre la cama y el monstruo.
—¡Muy bien… listo! —respondió Myall con cierta dificultad, levantándose del suelo— ¡Empieza!
Éleon propinó un golpe con el canto de su mandoble al brazo derecho del padre, lo que le hizo tambalearse un par de pasos hacia la ventana. Aprovechando que el monstruo miraba a Éleon, Myall le clavó la katana en la parte inferior de la espalda provocándole bruscos movimientos y fuertes alaridos. Éleon, por su parte, comenzó a lanzar ataques frontales sobre los brazos, que trataban de cubrir su enorme y calva cabeza, haciéndolo retroceder poco a poco, aún con la espada clavada en el cuerpo, ya que Myall no había conseguido extraerla.
—¡Aparta!
Myall se abalanzó sobre Éleon, tirándolo al suelo. Antes de que pudiera maldecirlo, la pared que daba al jardín explotó. Fragmentos de ladrillos y cristales volaron en todas direcciones, impactando en las paredes restantes y la espalda del padre, que les sirvió de escudo.

—¿Estás loco? ¡No puedes poner bombas en las habitaciones! —Éleon se quitó a Myall de encima y se puso en pie para comprobar el estado del niño.
Myall también se levantó.
—No le ha pasado nada. Y ahora…
Con su otra katana por delante, embistió al padre, aún conmocionado, y lo arrastró con gran mérito hacia fuera. Finalizada la tarea, trató de sacar la katana, lo cual le resultó más difícil. Aun tirando con las dos manos, solo consiguió sacarle un grito de dolor a la criatura, que sacudió las manos e impactó con una de ellas en la cara de Myall, lanzándolo por los aires. Luego Éleon se lanzó contra el monstruo y le golpeó, de nuevo con el canto de su arma, en la cabeza, aunque sólo consiguió hacerle un arañazo en la frente y aturdirlo el tiempo suficiente para que Myall se recobrara e intentara recuperar su espada de nuevo.
Esta vez la agarró con fuerza con ambas manos y con los pies apoyados sobre la barriga del monstruo. Al sacarla, liberó con ella cantidades inhumanas de sangre y vísceras. Myall acompañó las arcadas de Éleon con aullidos y carcajadas de entusiasmo. Luego se dirigió hacia su otra espada para tratar de sacarla.
—Vamos, pégale otra vez —Le exigió a Éleon al comprobar que el padre volvía en sí.
Éleon agarró su arma con las dos manos a la altura de la cintura y avanzó con velocidad hacia su enemigo, pero su ofensiva se vio interrumpida por unos cristales que cruzaron junto a él y otros que se clavaron en su espalda. Éleon lanzó un grito al aire e inmediatamente, aunque sin prisa, se dio la vuelta para encontrarse con un niño cerca de la pared derrumbada. Tenía cierta semejanza con el niño que dormía aterrado. En realidad, la única diferencia física entre ellos era la cara endemoniada del que le miraba, con una sonrisa poblada de dientes negros y afilados que le cubría toda la cara y unos ojos blancos y brillantes, exentos de iris y pupilas.

A su alrededor levitaron restos de cristales y ladrillos y se proyectaron hacia Éleon. Los esquivó con un salto hacia un lado, pero, antes de poder preparase para atacar, el niño ya se encontraba junto a él y, levantando la mano derecha, lo elevó, asfixiándolo como si le estuviera presionando la garganta. Éleon miró a Myall, quien observaba atónito el espectáculo, con los ojos entrecerrados antes de verse obligado a cerrarlos en un gesto de agonía.
Myall reaccionó y corrió a atacar al niño en un intento de ayudar a su indeseado compañero, pero se vio en la misma tesitura cuando el niño utilizó su otra mano para atraparlo y dejarle sin aliento. Éleon ya casi se había quedado sin fuerzas y había tenido que soltar su espada, que se había vuelto insoportable.

Myall aún trataba de aferrarse a la suya, aunque no duraría mucho tiempo.

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Solo soy una escritora novata pero, como dijo el gran Richard Bach: «un escritor profesional es un amateur que no se rinde», y no pienso rendirme.

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