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martes, 5 de agosto de 2014

Capítulo I: Tigres de Tormenta

Hoy va a haber tormenta, pero no temas, yo estoy aquí para protegerte; esta noche dormirás tranquilo. El gato negro de ojos azul eléctrico que miran a través de la ventana no te hará nada, esta vez no; aunque no es a él al que temes, lo sé, es a la manada que llega después. Aunque la tormenta es una de las pesadillas más débiles, incluso más que la oscuridad, que está en todas partes y no puedes huir de ella, puede llegar a ser aterradora.

El gato que trataba de arañar el cristal empezaba a conseguirlo a medida que sus uñas se convertían en garras y todo su cuerpo se distorsionaba y crecía, crecía mucho. De repente, solo era una gran mancha oscura, como una nube a punto de estallar, pero los ojos brillantes seguían allí y no apartaban la vista de tembloroso niño. La nube empezó a adoptar de nuevo la forma de un felino, pero mucho mayor que un gato, mucho mayor que un tigre; apenas cabía por la ventana, cuyo cristal ya había conseguido destrozar. Asomó la cabeza y, con su rugido, se iluminaron los relámpagos que cubrían todo su cuerpo.
La pesadilla ha comenzado.

De un salto se abalanzó sobre Éleon al tiempo que este hacía aparecer su mandoble bajo su mano izquierda. El fulgor que envolvía a la espada al materializarse casi podía confundirse con los rayos de los que nacían más bestias. En los pocos segundos que duró el admirable salto del animal, Éleon tuvo tiempo suficiente para interponer el arma y atravesar el pecho del felino, que se deshizo casi inmediatamente en la nube que antes había sido, de nuevo, acompañada de un trueno. Éleon la atravesó de camino al exterior por el hueco de la ventana, donde vio que ya se había formado una numerosa manada de feroces tormentas. Se aferró con ambas manos a su gran espada esperando un ataque que no tardó en producirse; esta vez, de cuatro al mismo tiempo, aunque con una sola estocada consiguió repelerlos. Con una más acabó con un quinto que apareció enseguida y, posteriormente, decidió lanzar él una ofensiva. Impulsándose con el lomo de la bestia antes de que desapareciera, voló hacia un grupo de fieras que habían estado esperando su momento para atacar, aunque solo una de ellas consiguió reaccionar antes de ser atravesada por el mandoble, y su zarpa derecha alcanzó el hombro izquierdo de Éleon, que comenzó a sangrar.
Al recomponerse, se encontró rodeado por un grupo aún más numeroso. Unos cuantos decidieron atacar al mismo tiempo por diferentes flancos y Éleon tuvo que esforzarse con un golpe de trescientos sesenta grados, con el que acabó con algo más de la mitad de los atacantes, los que no fueron lo suficientemente rápidos para retroceder. Ninguno le había alcanzado, aunque se resintió de la herida del hombro. Las bestias volvieron a intentarlo y Éleon descendió hasta el suelo para esquivarlos. Al reincorporarse, vio cómo la tormenta de felinos que antes le rodeaban, se acercaban velozmente hacia él formando un enorme rayo. Agarró una vez más su arma con fuerza y, cuando lo alcanzaron, comenzó a realizar unos movimientos con una agilidad inverosímil para un arma de semejante tamaño y peso, con los que fue eliminando a las bestias una a una.
Su último movimiento fue para hincar la espada en el suelo y evitar desplomarse. Lo consiguió, pero no tuvo tiempo para recuperar el aliento cuando un relámpago lo cegó y un trueno rugió desde la ventana del niño que rezó por su protección. Con un gran esfuerzo consiguió ponerse en pie y, con otro tanto, dejar de tambalearse. Aún con el arma apoyada en el asfalto, se impulsó para alcanzar lo que quedaba de la ventana del tercer piso antes que la bestia —mucho mayor que las anteriores— que acababa de aparecer. No había recorrido ni la mitad del camino cuando se dio cuenta de que no lo lograría y, con un giro sobre sí mismo y un grito de dolor por el hombro, lanzó la espada, que fue imitando repetidamente el movimiento de su portador, con la esperanza infundada de que impactara en el animal antes de que atravesara la ventana, pero este ya asomaba la cabeza por la apertura de la pared y no esperaría demasiado para cruzar por completo.

El mandoble seguía girando y Éleon lo perseguía lo más rápido que le era posible —pero no es suficiente—. La oscuridad que reinaba en la habitación del niño indefenso y tembloroso había estado reteniendo al enorme tigre en el exterior. Éleon estaba cada vez más cerca —y aún más su espada, a la que la fiera dedicó una mirada y un silencioso gruñido— y lo único en lo que podía pensar era en que no se produjera ningún relámpago que permitiera a la bestia ver, aunque solo un segundo, dónde se encontraba su aterrorizada presa.
La espada llegó a clavarse en la porción de pared que había ocupado la bestia antes de apartarse de un salto; no había acertado el ataque pero, al menos, había ganado algo de tiempo. Ese fue el pensamiento que le cruzó la mente justo antes de ser, otra vez, cegado por el relámpago que tanto había temido.
«Ya está», pensó con la vista aún en blanco. «Otro error más».

Ya era inútil pensar en lo que le ocurriría al chico. Lo importante era las consecuencias que aquello tendría para Éleon. Por una negligencia ya lo expulsaron de la Guardia y otra negligencia arruinaría la segunda oportunidad que tanto trabajo le había costado conseguir. «No más errores», las palabras de Werien resonaban en su cabeza; «No sabes cuánto me ha costado convencer al jefe de que te dé otra oportunidad. Vas a empezar desde abajo, muy abajo, pero acuérdate de lo que le pasó al último que la cagó tanto e igual te sientes afortunado. Así que grábatelo en la memoria, que no se te olvide nunca: no más errores», esas fueron sus palabras exactas, las cuales, por algún motivo, recordaba perfectamente.

No estaba muriendo, pero sentía cómo veía pasar su vida ante sus ojos; quizás, con la vista totalmente en blanco, sus ojos buscaban, en su memoria, ver algo, y eso que veía no era más que todo el tiempo que había empleado ascendiendo en oficios que ningún estudiante de su nivel habría conocido jamás. Y ya le quedaba poco, muy poco, para alcanzar una posición que pudiera considerar digna, y lo habría conseguido de no ser por… «otro error más». Un error que ni siquiera consideraba tan importante. «¿Qué más da que un niño tenga una simple pesadilla? ¿Qué más da, si miles de niños las tienen cada día?»; Éleon podía imaginar la voz de Werien explicándole detalladamente lo estúpido que era por no comprender lo realmente importante que era, pero qué más daba si ya había desperdiciado su última oportunidad.

Le parecía que la luz albina duraría para siempre cuando sintió que algo lo empujaba hacia atrás. Abrió los ojos —los había tenido cerrados todo el tiempo sin saberlo— para descubrir que aquello que lo arrastraba de nuevo a tierra era, ni más ni menos, que el animal que debía haber atacado al niño; se libró de él, no sin antes reparar en la flecha que tenía clavada en el cuello, la cual, al tiempo que el tigre se deshizo en una nube oscura, desapareció envuelta en la misma luz azul que había hecho aparecer su arma.

En la habitación con la ventana rota, Éleon encontró a un chico más joven que él, aunque no tanto como el niño que ya no temblaba en su cama.

El cielo ya está despejado y la luna vuelve a brillar. Puedes dormir tranquilo pues, ahora, ella te protege.

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Solo soy una escritora novata pero, como dijo el gran Richard Bach: «un escritor profesional es un amateur que no se rinde», y no pienso rendirme.

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